El
Papa Francisco vino con la lluvia y los vientos del tifón Amang , usando un
poncho plástico amarillo, similar al que usan cientos de miles de los fieles
católicos en Tacloban. Aquí hay demasiada tristeza y no bastante
esperanza. A pesar de eso, los sobrevivientes hacen mejor con lo que tienen.
Lo que
más recuerdo es su homilía. A veces trato de imaginarme lo que sentía él mientras conversaba con todas las víctimas del supertifón
Yolanda. ¿Cómo consolar a alguien que está en el dolor? Una persona que se sintió como si le
hubieran arrancado el corazón del pecho.
—Tantos
de ustedes se han preguntado mirando a Cristo '¿por qué, Señor?' — exclamó el
Papa, — y yo respeto tus sentimientos.
—Tantos
de ustedes han perdido todo. Yo no sé qué decirles. El Señor sabe qué decirles.
Tantos de ustedes han perdido parte de la familia. Solamente guardo silencio.
Los acompaño con mi corazón en silencio.
Fue un
mensaje de solidaridad, llena de emociones. La gente lloraba. Todo esto les
invadía como un baguio fuerte con un tsunami inesperado.
Nos
aseguró que no estamos solos y el Señor no defrauda. Yo le creo. Esta es la
primera vez durante una misa que
lloré así.
Bienaventurados
los pobres y humildes de corazón.
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El
título lo dice todo. Este cuento de Jesus Balmori se trata de dos árboles en la
selva — el verde pino altivo y el negro kamagón humilde.
Mi video del Papa Francisco en Tacloban, Filipinas
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Toda la selva ardía
con un calor de fragua, de infierno, a pesar de haberse ocultado el sol y yacer
el boscaje envuelto en densísimas sombras y tinieblas.
De vez en vez, el fulgor de
un relámpago sacudía las nubes como un latigazo. Y después de un instante
tableteaba el trueno lejano y ronco…
Habían huído a refugiarse
en no importaba dónde las bellas aves de la primavera. Las grandes flores
rojas, amarillas, blancas se tronchaban marchitas sobre sus tallos inclinados.
Un raudo viento cortante y cálido como el vaho de un cráter lo alfombraba todo
de pétalos y hojas destrozadas.
El verde pino, trémulo y
temeroso, hablo:
—Abuelo kamagón, ¿no sentís
miedo?
El kamagón sonreía: ¿Miedo
a qué, de qué?
—A la tempestad que llega…
El kamagon seguía
sonriendo:
—¡Bah!... Amigo mío; no todo ha
de ser encanto y luz y flores y besos… En la vida más feliz hay muchos días de
tempestad como éste; yo he visto muchísimos, tantos que hoy ya lo mismo se me
da que alumbre el bosque el fuego de los rayos como la dulce y blanca luz de la
luna llena… Además, que la tempestad pasa, como pasa todo, la juventud, el
amor, la misma gloria…
—Sí, pero la tormenta
vuelve…
—Y ¿quién os dice que no
vuelven la juventud, la gloria y el amor?
El aire iba
entenebreciéndose más; los relámpagos eran cada vez más vivos y continuos; el
trueno retumbaba cerca; y algunas gotas de lluvia grades y pesadas caían
indistintamente, alzando un rumor de latigazos.
En la selva alborotada se
oía el silbar de los reptiles, el grito de los kalaws, las quejas del los
árboles heridos. Un fuerte ventarrón se alzaba arrollándolo todo ante su paso,
tirando nidos y desgarrando ramas… De pronto una roja llamarada incendió y
seguido de un estrépito infernal que conmovío la tierra en sus entrañas, cayó
el primer rayo enrocándose como una culebra de restallantes brasas al hermoso y
altivo ilang-ilang que se dobló pesadamente hecho pedazos.
Pasado el estruendo
desolador, el kamagón miró al pino
con lástima. Se había despojado de toda su altivez, de todo su necio orgullo y
aparecía acuciado y tembloroso, víctima del pavor que le corroía hasta la savia
de las más hondas raíces. Cubierto por sus gentiles ramas que azotaba
despiadada la lluvia, parecía llorar todas las gotas de agua que le volaban por
las hojas; el kamagón compadecido, le habló entonces, por sobre la voz
tremulante de los desatados elementos.
—No tembléis, no lloréis,
esto pasará…
—¡Oh, abuelo, tengo miedo
de morir!
—Ni moriréis. Sois joven todavía;
pero si está escrito que dejéis de existir hoy, eso, ¿qué más os da?... Tarde o
temprano tendrá que ser; todos vamos por el mismo camino; es cuestión solamente
de unos años más o menos…
El retumbo de otro tueno
ahogó su voz; otra llamarada infernal los cegó; y ambos escucharon cómo a sus
mismas espaldas de derrumbaba secamente otro pobre ilang-ilang herido por el
rayo…
El pino más espantado todavía se
alzó en un grito de protesta desesperada.
No, no él no quería, no podía, no
debía morir, y morir así, partido por un rayo. Era joven aún y apenas había
gozado de las dulzuras divinas del abril. ¿A qué arrancarle por la negara
hedionda parca de sus noches de plata olorosas a flores y luna, de sus días de
oro poblados de las alas y de rosadas auroras?...
Calló de pronto,
estremecido, agitado por un horrible estertor, doblando la copa ideal que un
rayo ahora veteaba con su azul y roja y verde y amarilla fosforescencia, como
un largo collar de turquesas y rubís y esmeraldas y zafiros colgante por su
muerto tronco; el pobre pino era un sueño más que caía, un inmenso sueño de grandeza
perdido en la grandeza universal!...
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Pasado un año, en otra
luminosa mañana de abril, algunos leñadores invadieron la selva.
Y entre los troncos y las
ramas frescas de los árboles que derribaron a bolazos y a hachazos se llevaron
consigo los resecos despojos del verde pino y el negro kamagón.
Y sucedió que mientras la
gente del pueblo necesitaba leña, el cura del pueblo necesitaba una gran cruz
para su culto. Y así fue que se quedara con el tronco del viejo kamagón para
ponerlo en manos de un hábil escultor.
Y en una misma noche,
mientras deshecho en mil rajas se hacía
ceniza el pino en los rústicos caseros galanes de la comarca, el kamagón
convertido en cruz divina y dorada se alzaba sobre el trino santo y humilde de
los rezos.
Allá estaba humilde, negro,
amoroso, sirviendo de sostén a un Dios que sobre él agonizaba y moría de amor…
En tanto el cura sobre el púlpito
comenzaba a hablar y sus palabras se iban abriendo sobre el alma sencilla de la
multitud como estrellas, como
nardos.
—“Bienaventurados los
humildes”…
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Kamagong (Tagalo), Camagón (Español), Velvet Apple (Inglés) |