La
lavandera Remy viene todos los miércoles para ayudarnos a lavar la ropa.
Sus hijos
son demasiado y demasiados. Ellos residen fuera de nuestro “subdivisión”. Iskwater, es la única palabra filipina
para describir la gente andrajosa y pobre. Casi todas las casas están hechas a
lo loco y destartaladas. Partes de madera, partes de metal para tejados, y
algunas partes de bloques huecos. A pesar de la espantosa situación, las cosas
podrían ir de mal en peor. Hoy, con la guerra contra las drogas del presidente,
la gente que vive en la “iskwater area”
tiene miedo de salir por las noches. Fuentes oficiales hablan de más 6000
muertes documentadas. “Filipinas - No es país para los pobres”, publicó
recientemente un periódico inglés en sus titulares.
— No es
desgracia ser pobre, dijo la lavandera y suspiró, — pero va haber que
apretarnos el cinturón esta navidad
— ¡Cómo
festejan las pascuas los hijos de los afortunados! ¡Maligayang Pasko!, exclamó
ella, mientras miraba los faroles y luces navideñas. Ella ríe esa risa que
siempre ríe cuando el mundo le parece divertido.
— o —O —o —
El
cuento que sigue nos narra de un pobre joven que está loco por una señorita
rica. No hay información sobre el autor.
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La
fiesta de Navidad para los niños del Hospital Saint Paul
(23 de diciembre de 1932, Intramuros, Manila)
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Aquel día — el de
Nochebuena era — los devotos pasaban aprisa. Caía una lluvia tenaz; las
gárgolas de la iglesia vomitaban el agua en gruesos chorros. Mis pobres pies
estaban ateridos en los charcos. Habían venido al pórtico muchos mendigos. La
caridad tiene sus ambientes propicios. En días como aquél, es más fácil hallar
un corazón generoso junto a la puerta de una iglesia que cerca de los
brillantes escaparates. En presencia de la imagen de Cristo, los fieles se
creen mirados por Él se inclinan a ejercer sus prácticas. Los mendigos deben
buscar esos ambientes. En tal día zumbaban sus voces pedigüeñas acosando a los
que entraban y salían del templo. ¡Tanto éramos…! Los pobres que teníamos sitio
habitual en el atrio protestábamos contra aquella intrusión. Mi abuela gruñía:
— ¡Ladrones…! Vienen a quitarle a uno su pan…
Era muy tarde ya. E las
profundidades de la iglesia salían algunas mujerucas rezagadas. Llegaban sin
ruido hasta la puerta y marchaban silenciosas también, moviendo los labios como
si acabasen el rezo. Pasaban sin mirarnos. Mi abuelo había callado, sombrió. Se
acercaba la noche. Habíanse oído voces infantiles que cantaban los villancicos
en el templo. Yo hubiera querido ir, de buen grado. “Antes de marcharnos — me
decía — iré a ver los tres Magos y a la vaca que tiene los cuernos de oro…”
Entre las sombras del
pórtico, surgieron dos personas. Avanzaron. Quedé inmóvil como uno de los
santos de las hornacinas. “Ella” se acercaba a nosotros, al lado de la institutriz,
grave y seria. Al sentir las pisadas, el clamoreo de los mendigos se volvió a
alzar. Detuviéronse ellas. Mi pequeña amada dio varios pasos hacia nosotros;
buscó en su monedero… Lucía la blanca piel de su manguito en la oscuridad
creciente… Acercóse más. Me ofreció una moneda; yo vi brillas una moneda de plata en sus manos.
Y yo, retrocedí un poco, enrojecido,
oculte las manos a la espalda, con un dolor sutil en el ánimo, con un desmayo
de todos mis amores ingenuos. Me miró. Balbucí, entonces:
— Gracias…; no pedimos limosna…; nosotros; no…
Y aquella noche no hubo pan
en nuestra casa.
Wenceslao
F. Flores
Sabatina
de la Vanguardia
3 de
Junio de 1939
Manila