La polémica
campaña a favor de la independencia de Cataluña recientemente ha estado en las
noticias en todo el mundo. No me preguntes cuál de las dos cosas es mejor —
España unida o Cataluña independiente. No soy español. Y realmente no conozco
la tema sobre la independencia de Cataluña. Lo único que sí te puedo decir es
que la violencia no es la respuesta. Generalmente muchos filipinos simpatizan
con los ciudadanos pacíficos que fueron pateados, arrastrados, y golpeados por
la Guardia Civil. Al mismo tiempo, es irónico que los filipinos muestran poca
indignación por las víctimas de la brutalidad policial en la guerra contra las
drogas aquí. Tú sabes de lo que estoy hablando.
El otro lado de la historia: Referéndum y violencia en Cataluña.
Barcelona,
la capital de Cataluña, se asocia por los filipinos al “Movimiento Propaganda”.
En los años de 1880, Barcelona debido a su papel fundamental en la comunicación
marítima con Filipinas a través del Canal de Suez albergó una colonia filipina
numerosa. Los principales propagandistas en España por las reformas en las
filipinas vivían allí: Graciano López Jaena, Marcelo H. Del Pilar, Mariano
Ponce, Galiciano Apacible y José Rizal entre otros. Sus objetivos políticos
eran la la representación parlamentaria en Cortes, la implementación de
reformas profundas y la atenuación del poder de las órdenes religiosas. El gobierno colonial les llamaba
“filibusteros” — esta palabra
desusada esta muy viva en Filipinas con significados que giran en torno al
concepto de “ rebelde” o “subversivo”.
Graciano
López Jaena fundador y redactor del periódico La Solidaridad, publicación
reformista de los filipinos en España, fue un encendido orador y ganó el
apodote “Crisóstomo filipino” por sus
discursos. Exiliado en España, indigente y solitario, murió de tuberculosis en
Barcelona en 1896. Él ha yacido en una tumba sin identificar durante más de 100
años. Su estatua de bronce honra su memoria en la Plaza Mayor de Jaro, su
ciudad natal.
Su
cuento “Entre kastila y filipina” es
una subyacente alegoría del difícil maridaje entre España y su remota colonia,
Filipinas.
______________________________________________________
Conozco en Visayas a cierto matrimonio, kastila él y filipina ella.
Conste que no aludo a nadie. Pepay se llama ella, y Ricardo él. Castellano
viejo él, mestiza ella, es decir, hija habida en ayuntamiento con varón kastila
y mujer india, ésta tantas veces abochornada cuantas satirizada por las plumas
de los Quiaquiap y otros escritores por el mismo patrón.
Pepay es, por más señas,
hija de fraile. Esta casta de contrabando superabunda en Filipinas. Y suelen
ser siempre favorecidas por la naturaleza: resultan bellas. Piel de alabastro,
la del padre; ojos soñadores que fascinan cual los de la madre; gracioso andar
que cimbrea, cual junco de las Indias por el viento mecido, “caballera que cae
en rizos/ y es manto real”, según un cantar muy vulgar en aquellas islas. Genio
altanero y presuntuoso, herencia del padre; hablar meloso, dulce y pacato,
herencia de la madre. Tiene pues, Pepay, todos esos encantos que embelesan y
enamoran. Por eso Ricardo se enamoró perdidamente de ella, sin mirar su origen,
sin preguntar ni de dónde desciende ni quiénes eran sus padres.
Ella aportaba al matrimonio
una pingüe fortuna. El buen fraile se cuidó de dotarla mucho. Se casaron; el
mismo padre de Pepay bendijo la unión, el sacramento de ambos. Pepay y Ricardo
eran presentados en el pueblo como matrimonio modelo: su hogar era la mansión,
el santuario de la dicha y la paz.
Mientras vivían en
Filipinas, morando suntuosa casa de tabla y zinc, espaciosa como un palcacio,
se deslizaban felices en aquel ameno pueblo ribereño sus existencias fundidas
en una, entre funcias y bailujan. La
casa se Ricardo y Pepay era el punto de reunión de dalagas y bagontaos.
Así las cosas, he aquí que
un día, cuando ni por sueños se imaginaba, vino el correo de España y con el
correo la notica de la última crisis ministerial, con el correspondiente
movimiento de personal y el cese de Ricardo en sus funciones de interventor en
la administración de la provincia.
Al pronto, la noticia no produjo
impresión ninguna en los ánimos de ambos esposos; ellos eran ricos y no tenían
por qué temer arrostra la miseria. Mas poco a poco, la idea de la vuelta a
España tomó cuerpo en la pensamiento de Ricardo. Consultó a su tierna esposa, y
ella sin premeditar los futuros acontecimientos que amargarían su vida, consintió
gustosa en acompañarle, anhelosa de ver España y contemplar las maravillas que
encierra Europa.
Vendieron cuanto tenían,
porque decidieron no torna más al archipiélago. La venta de todo produjo la
suma de cuarenta y cinco mil pesos. Para quedarse en Filipinas y manejada en
ellas, era una enorme suma con cuya renta podría pasar holgadamenta una familia
acomodada, pero para España era una bicoca. Ambos, a la vista del capital,
soñaron y echaron cuentas galanas; Ricardo se prometió quintuplicar en Bolsa
aquella suma.
Así pues, la cesantía de su
marido trajo a Pepay a España.
Ya en España y Madrid, vio la
renombrada Puerta del Sol, la célebre calle de Alcalá, la Carrera de San
Jerónimo, todo la cual causó imptrdión fría en el ánimo de Pepay. Había
imaginado en su fantasía, en semejantes plaza y calles, ver bellezas nunca
vistas por influencia de las noticias que, viviendo en Filipinas, a sus oídos
llegaban ponderando Madrid sobre todas las capitales de Europa. A su ilusión
vino el desencanto, la realidad desnuda, sin los atavíos de la exageración.
Los primeros días se
pasaron sin sentirlo Pepay y Ricardo, viendo todo lo o bello y lo bueno que
encierra la Corte; recorriendo museos; contemplando el Escorial, octava
maravilla del mundo; yendo a pasear por los alrededores de Madrid como Aranjuez
y otros sitios reales, y de noche de teatro en teatro, cayendo a última hora a
cenar en Fornos o refrescarse en Viena.
Como era verano, siguieron
la moda de los chic de la corte;
marcharon a San Sebastián y a Biarritz, pasando después por Paris, Bruselas y
Ginebra. Pasada la canícula es cuando echaron de ver que, de los cuarenta y
cinco mil pesos mondos y lirondos que trajeron, volaverunt quince mil entre boato y francachelas. Se procuró
colocar la suma restante en el Banco de España. Se convinieron en vivir un
modesto piso principal de la calle Torrecilla de Leal.
Nuevo desencanto. La
tristeza se apoderó del alma de Pepay al ver aquellas reducidas habitaciones de
su nueva morada, ella que estaba acostumbrada a su espaciosa casa de Filipinas.
Meses después, cuando el invierno entraba en su plentitud, el carácter de Pepay,
de suyo jovial y expansivo, volvióse taciturno, melancólico. Echaba de menos
las comodidades y las fiestas que en suplís gozaba. Pero eso no era todo;
centuplicaba sus angustias y melancolía la súbita transformación que acababa de
operarse en Ricardo. Notó en él un desvío que llegaba al alma. Ya faltaron
aquellos mimos, aquel espiritual cariño, aquellos amores cuidados, las
delicadas muestras de afecto que antes tanto le prodigara. Advirtió que su
esposo era otro y las sospechas y los celos torturaron su alma. Ricardo no
aparecía en casa hasta deshoras de la noche. Y en habiendo almorzado, de día se
eclipsaba so pretexto de negocios y ocupaciones de alta banca para mejorar la
fortuna de ambos.
Y es que Ricardo,
recordando sus antiguas costumbres, sus pasadas calaveradas cuando era
escribiente temporero en un departamento del Estado, volvióse a aquella vida
agitada que hacía, frecuentando tabernas y garitos. Reuniose con sus antiguos
camaradas. La cabra tira siempre al monte.