Friday, May 4, 2012

Un Retrato del Artista Como Filipino (1950)


Ante el temor por la competencia de la industria externalización  de las Filipinas, un oficial de Guam Benjamin Abrams dijo el mes pasado que el inglés de los filipinos no eran suficientemente buenos.  No sé en qué basó su opinión, pero el país es considerada hoy como el mayor proveedor de servicios de centro de llamadas en el mercado mundial.  Y una de las razones principales por el éxito es que los filipinos son conocidos por su fluidez y uso del inglés.

El idioma inglés llegó a Filipinas en 1898 como resultado de la invasión estadounidense y fue impuesta en el sistema educativo del país como parte de americanización. Tras la progresiva decadencia del español, la siguiente generación de escritores filipino adoptaron el inglés como medio de expresión.

Nick Joaquín es considerado como uno de los grandes escritores filipinos en la lengua inglesa.  Su obra de teatro más aclamado Un Retrato del Artista como Filipino explora el conflicto de identidad surgido en Filipinas entre lo español, como reflejo de los valores del pasado, y del inglés, como exponente de la modernidad.



En 1965, esa drama teatral fue adaptada al cine, bajo la dirección de Lamberto V. Avellana. Como la obra, los diálogos están completamente en inglés.  Abajo es un video de la primera escena en la cual el autor describe Intramuros.

La obra fue traducida al castellano por la escritora filipina Lourdes Castrillo Brillantes, y publicada por la Universidad de Filipinas en 2000.



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¡Intramuros! ¡La Manila antigua! Manila. La ciudad original. La Noble y Siempre Leal. 
Para los primeros conquistadores fue un nuevo Tiro y Sidón; para los misioneros, fue una nueva Roma. Dentro de estas murallas, se acumulaba la riqueza del Oriente;  seda de China; especias de Java; ora y marfil, y piedras preciosas de la India. Y dentro de estas murallas los Campeones de Cristo se reunían para conquistar el Oriente para la Cruz. Por estas calles viejas se apiñaban una multitud maravillosa, virreyes y arzobispos; místicos y comerciantes; hechiceros paganos y mártires cristianos; monjas y rameras y marquesas elegantes; piratas ingleses, mandarines chinos, traidores portugueses, espías holandeses, sultanes moros y yanquis capitanes del cliper. Este pueblo medieval, por tres siglos fue una Babilonia en su comercio y una Nueva Jerusalén en su fe.
Ahora, vedla: Es todo lo que queda. Malezas y escombros y chatarra. Un pedazo de muralla, un fragmento de antigua iglesia de Santo Domingo… ¡Quomodo deslato es, Civitas Dei!


Aquí estoy a la luz de la luna y recorro con la mirada esta calle desolada. No hace mucho tiempo, la gente se moría—una muerte horrorosa—a sangre y fuego— sus gritos ahogados por el ruido y estridencia de los fusiles. Ahora sólo el silencio. Sólo el silencio, y la luz de la luna, y las hierbas altas que se vuelven más espesas por todas partes.

Ésta es la gran Calle Real—la calle principal de la ciudad, la calle principal del país, la calle principal de nuestra historia. No creo que haya un pueblo en Filipinas que no tenga—o que no haya tenido su propia Calle Real. Pues, ésta es la madre de todas ellas. Por esta calle los virreyes hacían su entrada ceremoniosa en la ciudad. A lo largo de esta calle, entre gloria de banderas, el Escudo del rey fue llevado en desfile cada vez que llegaban cartas reales. Por esta calle desfilaban las grandes procesiones anuales de la ciudad. Y en esta calle las familias principales tenían sus casas solariegas—espléndidas estructuras antiguas con tejados de ladrillo rojo, balcones de hierro forjado y fuentes que jugaban en los patios interiores.


Cuando era niño, algunas de estas casas se mantenían en pie, pero, habían decaído. Ya no eran espléndidas. No eran las sedes de los poderosos; abandonadas y olvidadas, se iban cayendo en ruinas a lo largo de esta calle; soñando con las glorias de antaño; se oscurecían, se ensuciaban, y tornaban sórdidas y deterioraban cada vez más con los años; convirtiéndose por fin en tugurios—una docena de familias apiñadas en cada una de las viejas habitaciones; la basura amontonada por todos los patios y las cuerdas para tender la ropa colgadas entre los balcones hundidos. Intramuros se moría. Intramuros se caía en ruinas aún antes de la guerra. Había vuelto la jungla—la jungla moderna, la jungla de tugurios bajos—tan despiadada y eficaz como la verdadera—destruyendo el momento histórico del hombre y devorando sus monumentos. La Ciudad Noble y Siempre Leal se había convertido en otra jungla de chabolas. Y es así como la mayoría de nosotros nos acordamos de la ciudad imperial de nuestros padres.



Pero había una casa en esta calle que nunca se convirtió en chabola; que resistió la jungla. y la resistió hasta el fin; luchando obstinadamente para conservarse, para mantenerse individual. Finalmente, tuvo que ser una guerra mundial la que destruyo aquella casa y las tres personas que lucharon por ella. Aunque fueron destruidas, nunca fueron vencidas. Murieron con su casa y murieron con su ciudad—y quizás era mejor así. Nunca hubieran podido sobrevivir la destrucción de la Manila antigua... 


Su casa estaba en esta esquina de la Calle Real. Este pedazo de pared; este montón de piedras rotas es todo lo que queda ahora—la casa de don Lorenzo Marasigan. Aquí estaba—y aquí había estado por generaciones. Desde afuera hubiese podido parecer una chabola cualquiera. Se parecía a las otras casas viejas en esta calle - el techo ennegrecido por el musgo, los balcones mohosos hundidos, las paredes agrietadas todas sin pintura. Pero pasad—empujad y abrid las viejas puertas, macizas—y vais a encontrar un pasillo limpio y vacío, y veréis un patio limpio y brillante. No hay basura en ninguna parte, ni tendederos. Y cuando subáis la escalera pulida, cuando entréis en la sala brillante, entraréis en otro mundo, un mundo "donde todo es según la costumbre y ceremonioso..."