Saturday, July 20, 2013

Damián, el Cojo (1940)




Pasear por la Avenida Rizal era un placer del que disfrutaban los manileños en el pasado.  Este lugar, como la calle Escolta, fue durante los años 50 y 60, el destino principal para ir de compras. Aquí se podía encontrar tiendas de todo tipo, restaurantes, panciterías, y librerías. Sobre todo, la llamada «Broadway Manileño» se conocía  por sus teatros de estilo art deco.

Con la construcción del metro elevado (LRT),  la zona de la Avenida Rizal empeoró en vez de mejorar. Numerosos establecimientos han abandonado este lugar y los teatros cerraron sus puertas. La Avenida comenzó su decadencia y nunca se recuperó su antigua gloria.  Los que no conocen el distrito, llegan  asustados.  Creen que el lugar está superpoblado, sucio y lleno de carteristas.

Hoy en día la mayoría de la gente se va a los megacentros comerciales para ir de compras y entretenimiento.


La Avenida Rizal  es el escenario de la siguiente selección.   El autor del cuento, Benigno del Río, fue galardonado con varios premios literarios, incluyendo el Premio Zobel en 1936.  Fue encarcelado por los japoneses durante la Segunda Guerra Mundial. Escribió después dos obras acerca de sus experiencias: Siete Días en el Infierno y Estampas de La Ocupación

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Damián era la persona más popular de la Avenida Rizal. Damián vendía periódicos y participaciones del “sweepstakes” en la las abigarradas aceras de nuestro “Broadway” manileño.

Damián era un “medio ser.” Porque el popular vendedor  del periódicos carecía de piernas. Andaba sobre un par de patines. Damián había perdido sus dos piernas cuando trabajaba en una mina de oro de Baguio. Una explosión de dinamita le llevó las extremidades y la compañía le despidió con un par de miles de pesos, que el cojo invirtió acertadamente.

Damián tenía pocas necesidades. Era soltero y la poca renta que le producía su capitalito, le bastaba para vivir. Pero no podía acostumbrarse a vivir hecho un vago. Por eso se dedicó a la venta de diarios y loterías.

Damián, como queda dicho, recorría las aceras de la avenida Rizal mañana, tarde y noche. Le conocían en todas tiendas, restaurantes y cines. No era una belleza masculinea, pero rebosaba por todo su ser una simpatía arrolladora. Por eso vendía más diarios y participaciones que el resto de los vendedores de su “zona”.

Damián, el cojo, como le solían llamar, era algo poeta. En sus ratos de ocio solía leer toda la literatura que caía en sus manos. Y escribía versos, que enviaba al Taliba, Liwayway y Sampaguita y demás revistas de lenguaje tagalo. Y esto aumentaba unos peso más sus ingresos mensuales. Escribía escudándose en un pseudónimo, pues temía que llegaran a conocer su personalidad. Porque Damián siempre había sido muy tímido. Y la desgracia había aumentado esta timidez.



El cojo de la Avenida Rizal no había estado nunca enamorado. Ni aún cuando era un ser completo. Pero un día aciago se cruzo en su vida una mujer. La primera y la última. La vio entrar en un comercio japonés.  Y ya no salió más en todo el día. Damián hizo las correspondientes averiguaciones. Se llamaba Inday y trabajaba como despachadora de la tienda japonesa.

Inday no era guapa, pero tenía un cuerpo espléndido y lo que los americanos llaman “it,” atracción. Dentro de su modestia, vestía con elegancia y tenía una sonrisa encantadora, sonrisa que cautivó al cojo.

Damián se conformaba con ver a Inday entrar y salir de la tienda. Tenía presente las horas que abría y cerraba el comercio japonés y no faltaba un día para contemplar a la mujer que se había adueñado de su corazón. Y el pobre cojo sufría en silencio su tragedia. Hasta el día que vio por primera vez a Inday, la falta de piernas no le había preocupado mucho. Pero ahora ya era distinto. ¡Si él tuviera piernas!...

Si Damián tuviera las extremidades que había perdido en la mina, Inday llegaría a ser suya. pero un “medio ser,” como él era, no podía conquistar el corazón de Inday, ni el de ninguna otra mujer. Y por primera vez en su vida, Damián se sintió desgraciado. Y lloró, lloro amargamente su desventura, su desgracia.

Para mitigar un poco su tragedia, compuso versos, muchos versos, y se los dedicó a todos a Inday. Y eran tan bellos sus versos, que llamaron la atención y le pagaron mucho más por ellos. Aquellos versos salían del corazón sangrante del pobre Damián el cojo.

Inday recibió los versos que le mandaba Damián. Los primeros no los leyó. ¡ Es tan cursi eso de leer versos en estos tiempos! Pero los recibía tan a menudo, que despertaron su interés. Y los leyó. Y le gustaron a Inday. Y se interesó por su autor. pero ¿quién era? ¿Porqué no se presentaba?

Inday se ilusionó por su admirador desconocido. Se lo imaginaba joven, guapo e inteligente. Porque aquellos versos no los podía escribir otra persona que no fuera así. ¡Qué bellas eran aquellas poesías! ¡Y cómo debía de quererla su autor! Y por mas pesquisas que hizo, no dio con su enamorado anónimo.


Benigno G. del Río
Prejuico de Raza
Manila. 1940

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