Friday, April 5, 2013

Cuando los Dioses Lloran (1936)


     Estaba hojeando un viejo álbum de fotos, cuando me encontré una fotografía sepia de los familiares de mi bisabuela.




     El sofá de madera pertenece ahora a mi madre, pero nuestra casa ancestral ya no existe. El mueble antiguo parece pequeño y tiene espacio para dos personas, o tres personas pero muy apretadas. 
     — Las personas de antes eran más pequeñas que las de ahora — explicó mamá. 
     A veces me pregunto cómo era la vida antes de la segunda guerra mundial.




     En algún lado leí que en la década de los treinta la esperanza de vida era de 37.5 años. No es de extrañar que te consideraran «muy viejo» si llegabas a los 60 años, como en el cuento «Cuando los Dioses Lloran».  La autora misma murió joven con sólo 45 años de edad.

     Evangelina Guerrero nació en Quiapo en 1904. Combinó su pasión por la escritura con trabajos periodísticos, y  colaboró en los periódicos «La Opinión» y «La Vanguardia» y la revista «Excelsior». Ganó el Premio Zobel de 1935 por su colección de versos y prosas líricas titulado «Kaleidoscopio Espiritual» En 1947, fue la primer mujer elegida para la Academia de la lengua, pero ella declinó la oferta. Su padre era el gran poeta Fernando Ma. Guerrero

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     La tía Valentina dormía . Las chicas se cuidaban mucho de no turbar su reposo. Nada la enfurrupaba tanto como el que se le estropease el sueño.
     Sobre el terciopelo rojo oscuro del sillón, resaltaba la blancura de su rostro y de sus carnes aún tersas. Las manos, cuajadas de pedrería, tenían transparencias de lirio. La tía Valentina, ególatra frenética, había llegada a los sesenta años triunfante. Los dioses protegían la juventud de aquel cuerpo que, aparentemente, se conservaba fuerte y hermoso.
    Todas las mañanas, al levantarse del lecho, frente al espejo, escrudiñaba su rostro en el que ni una arruga se había atrevido a dibujar la tristeza de sus surcos. Los labios, rosados como los de una niña, descubrían al entreabrirse la chispeante armonía de sus dientes sanos. El único grito traidor del enemigo lo había ahogado en el secreto de su alcoba, santuario inaccesible en el que solamente Mónica, la vieja doncella, era permitida. Le era fiel como un perro y guardaba con un celo intenso los secretos de su señora. Solamente ella sabía que Valentina, si no se tiñese el cabello, lo llevaría completamente cano, sin una sola hebra negra. Cuando, a las preguntas de los indiscretos, de cómo se conservaba tan bien, Valentina respondía sonriendo que nada más que con un buen sueño y las duchas frías. Mónica sabía que mentía  con un aplomo admirable. Porque nada temía ella tanto como un chorro de agua fresca. ¡Agua fría! ¡Y el reuma que la mataba! La sirvienta, y nadie más que ella, sabía de los sujeciones de su ama al famoso e indispensable pediluvio, antes del descanso nocturno. ¡Cómo sabían sus manos aliviar el dolor de aquella carne dócil a los masajes y a los linimentos!
      Valentina, gustaba de verse rodeada siempre de caras bonitas, de la alegría retozona de todo lo que es realmente joven y procuraba tener a su lado a las sobrinas solteras. Y como nunca había tenido una niña suya, todo su afán de embellecimiento y de cuidado lo cifró en sí misma y, algo también, en las chicuelas locas que le llenaban la casa de risas y de charla de jilguero cantarín.  Mónica era el blanco de las travesuras de éstas. Cuántas veces se sintió abrazada de súbito por unos brazos traviesos: dos, cuatro, seis, ocho manos que se posaban sobre sus hombros y su espalda para zarandearla vivamente entre giros. Ella soltaba el pollo destripado y, entre aspavientos y murmuraciones, se zafaba de ellas poniendo el grito en el cielo.
    Otras veces se acercaban a ella, sigilosamente, y vertían en su oído la pregunta que la sacaba de sus casillas: “Dinos la verdad, querida, ¿cómo te las arreglas para que Pedro, el carbonero, pueda besarte a todas horas?”
    ¡Se armaba la de Troya! Mónica, hecha un basilisco — siempre había sido la campeona más entusiasta del celibato — cogía la escoba y corría tras las revoltosas tratando en vano de arremeter contra ellas.
    Al desenfreno de la carrera y al ruido de las voces, acudía Valentina.
    — ¿Qué es eso, criaturas? Y tú ¿qué palma brava te traes entre manos?
    — ¿Qué quiere usted que sea? ¡Las niñas, señora, las niñas que me…! jadeante, sin aliento, Mónica se quedaba sin palabras y, dando la media vuelta, se largaba a la cocina.
     Valentina, tratando de mostrarse seria, reprendía a las locuelas peo, como descendiendo a cierta complicidad con ellas, terminaba diciendo:
    — Niñas, no seáis así. La pobre Mónica está vieja. ¡Está muy vieja! ¡Está muy vieja la pobre!
    La “pobre Mónica” tenía la misma edad de Valentina.


Evangelina E. Guerrero- Zacarias
Excelsior, Manila
Agosto de 1936

English Translation


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