Pasear
por la Avenida Rizal era un placer del que disfrutaban los manileños en el
pasado. Este lugar, como la calle
Escolta, fue durante los años 50 y 60, el destino principal para ir de compras.
Aquí se podía encontrar tiendas de todo tipo, restaurantes, panciterías, y
librerías. Sobre todo, la llamada «Broadway Manileño» se conocía por sus teatros de estilo art deco.
Con la
construcción del metro elevado (LRT), la zona de la Avenida Rizal empeoró en vez de mejorar. Numerosos
establecimientos han abandonado este lugar y los teatros cerraron sus puertas.
La Avenida comenzó su decadencia y nunca se recuperó su antigua gloria. Los que no conocen el distrito, llegan asustados. Creen que el lugar está superpoblado, sucio y lleno de
carteristas.
Hoy en
día la mayoría de la gente se va a los megacentros comerciales para ir de
compras y entretenimiento.
La
Avenida Rizal es el escenario de
la siguiente selección. El autor
del cuento, Benigno del Río, fue galardonado con varios premios literarios,
incluyendo el Premio Zobel en 1936. Fue encarcelado por los japoneses durante la Segunda Guerra
Mundial. Escribió después dos obras acerca de sus experiencias: Siete Días en el Infierno y Estampas de La Ocupación.
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Damián
era la persona más popular de la Avenida Rizal. Damián vendía periódicos y
participaciones del “sweepstakes” en la las abigarradas aceras de nuestro
“Broadway” manileño.
Damián
era un “medio ser.” Porque el popular vendedor del periódicos carecía de piernas. Andaba sobre un par de
patines. Damián había perdido sus dos piernas cuando trabajaba en una mina de
oro de Baguio. Una explosión de dinamita le llevó las extremidades y la
compañía le despidió con un par de miles de pesos, que el cojo invirtió
acertadamente.
Damián
tenía pocas necesidades. Era soltero y la poca renta que le producía su
capitalito, le bastaba para vivir. Pero no podía acostumbrarse a vivir hecho un
vago. Por eso se dedicó a la venta de diarios y loterías.
Damián,
como queda dicho, recorría las aceras de la avenida Rizal mañana, tarde y
noche. Le conocían en todas tiendas, restaurantes y cines. No era una belleza
masculinea, pero rebosaba por todo su ser una simpatía arrolladora. Por eso
vendía más diarios y participaciones que el resto de los vendedores de su
“zona”.
Damián,
el cojo, como le solían llamar, era algo poeta. En sus ratos de ocio solía leer
toda la literatura que caía en sus manos. Y escribía versos, que enviaba al Taliba, Liwayway y Sampaguita y demás
revistas de lenguaje tagalo. Y esto aumentaba unos peso más sus ingresos
mensuales. Escribía escudándose en un pseudónimo, pues temía que llegaran a
conocer su personalidad. Porque Damián siempre había sido muy tímido. Y la
desgracia había aumentado esta timidez.
El cojo
de la Avenida Rizal no había estado nunca enamorado. Ni aún cuando era un ser
completo. Pero un día aciago se cruzo en su vida una mujer. La primera y la
última. La vio entrar en un comercio japonés. Y ya no salió más en todo el día. Damián hizo las
correspondientes averiguaciones. Se llamaba Inday y trabajaba como despachadora
de la tienda japonesa.
Inday
no era guapa, pero tenía un cuerpo espléndido y lo que los americanos llaman
“it,” atracción. Dentro de su modestia, vestía con elegancia y tenía una
sonrisa encantadora, sonrisa que cautivó al cojo.
Damián
se conformaba con ver a Inday entrar y salir de la tienda. Tenía presente las
horas que abría y cerraba el comercio japonés y no faltaba un día para
contemplar a la mujer que se había adueñado de su corazón. Y el pobre cojo
sufría en silencio su tragedia. Hasta el día que vio por primera vez a Inday,
la falta de piernas no le había preocupado mucho. Pero ahora ya era distinto. ¡Si
él tuviera piernas!...
Si
Damián tuviera las extremidades que había perdido en la mina, Inday llegaría a
ser suya. pero un “medio ser,” como él era, no podía conquistar el corazón de
Inday, ni el de ninguna otra mujer. Y por primera vez en su vida, Damián se
sintió desgraciado. Y lloró, lloro amargamente su desventura, su desgracia.
Para mitigar
un poco su tragedia, compuso versos, muchos versos, y se los dedicó a todos a
Inday. Y eran tan bellos sus versos, que llamaron la atención y le pagaron
mucho más por ellos. Aquellos versos salían del corazón sangrante del pobre
Damián el cojo.
Inday
recibió los versos que le mandaba Damián. Los primeros no los leyó. ¡ Es tan
cursi eso de leer versos en estos tiempos! Pero los recibía tan a menudo, que
despertaron su interés. Y los leyó. Y le gustaron a Inday. Y se interesó por su
autor. pero ¿quién era? ¿Porqué no se presentaba?
Inday
se ilusionó por su admirador desconocido. Se lo imaginaba joven, guapo e
inteligente. Porque aquellos versos no los podía escribir otra persona que no
fuera así. ¡Qué bellas eran aquellas poesías! ¡Y cómo debía de quererla su
autor! Y por mas pesquisas que hizo, no dio con su enamorado anónimo.
Benigno
G. del Río
Prejuico
de Raza
hola neptuno azul , que historia tan triste y bonita a la vez , soy un asiduo lector , saludos desde venezuela , JUAN ASCANIO LOBATON
ReplyDeleteHola Juan, muchas gracias por leer mi blog y por dejar tu comentario. Un saludo cordial.
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